Publicado por primera vez el 25 de agosto de 2004
Esperaba yo,
asomado a la ventana,
ver la deseada faz,
de aquella: mi dama.
Tarde se hacía, casi de noche.
No llegaba el carruaje.
No asomaba su traje.
Y no aparecía su coche.
El tiempo no era un derroche
(Porque la dama lo valía)
pero esperaba yo, por su valía,
amor a troche y moche.
Mas un doncel apareció,
solté un grito, le di el alto,
aunque escondido y embozado.
(De pie, sí, claro, pero acomodado)
Y dice él, con altanero semblante,
que no hay espada que le roce.
que no son más de las doce
y que no hay caballero que le desplante.
Y digo yo, con ceja enarcada:
-Vale, si así lo queréis: nada.
Y contesta él, como el primero:
– Ah, ¿no queréis dinero?
– Nada
– ¿Ni batalla presentar?
– ¡Ni hablar!
– ¿Estáis esperando dama?
– Veo que sabéis preguntar.
– Todo es empezar.
– Sois como un hada.
Y por eso se mosquea el caballero,
desenvaina su larga espada,
lanza, diestro, la estocada,
y me hiere primero.
Sangro, me duele, herido estoy.
Ando -es cierto- perdido y
siento un fuerte vahído
y ya ni sé qué día es hoy
Y por eso aquí me hallo,
todavía, sí, en espera.
porque, sea como sea,
he de aclarar el fallo.
Esto vivo, herido,
débil y desfallecido
(y algo enflaquecido)
pero no, no estoy muerto.
Esperaba, lleno de alegría.
Con fervor, inundado de anhelo,
aunque ahora sé que hice el canelo,
cuando recuerdo aquel día.