Una música dulzona y envolvente salía de aquel local. Era una especie de taberna con un desvencijado cartel que anunciaba su nombre:
Yo estaba sediento y las noches de Calcuta no son las más adecuadas para pasear por las calles. Es una ciudad peligrosa, llena de callejuelas húmedas que no van a parar a ninguna parte y oscura como las medias de una viuda.
Allí estaba yo, en Bengala, en plena noche y a punto de entrar en un tugurio que tenía la pinta de que te podían robar las muelas al decir buenas noches. No es tan extraño sabiendo que los occidentales somos pocos y los indios más de 250 millones y que el Imperio Británico los maneja y controla a su antojo. Para esto no hacía falta que echaran a los mogoles -me había dicho un anciano con el que había intercambiado unas pocas palabras mientras me estafaba unas rupias con un plano de la ciudad que habría hecho perderse al mismísimo Marco Polo-.
Calcuta o Kalikata o Kalikut, como quiera Shiva que se llame es una ciudad ofrendada a Kali y no mucho podía yo esperar de ella o al menos nada bueno según mi intuición me indicaba y les aseguro que mi intuición es heredada de un sabueso aunque con menos pelos. Particularmente, creo que ya lo saben, prefiero un San Bernardo, éste sí es el mejor amigo del hombre; al menos siempre puede invitarte a una copa. Bien, sí, vale, reconozco que ese perro no es el más idóneo para pasear por Calcuta y que para eso es mejor un rickshaw pero, éstos a diferencia del primero, sí cobran por sus servicios.
Yo había llegado hasta ella, oficialmente claro, con la intención de encontrar buenos productos que importar y hacerme rico con ellos en poco tiempo. La cosa no había salido como esperaba y ya llevaba en aquella ciudad más de dos meses. Lo cierto era que el dinero se acababa como se acaba un borracho su copa cuando es hora de cerrar el local y eso no ayudaba a mejorar mi humor y además no había conseguido nada. Había visto el río Hooghly más veces de las que ustedes se ven la jeta al afeitarse -en el caso de las damas pueden cambiar esto por ‘las piernas al depilarse’-.
Bajé los seis escalones con la gracia de una hurí entre las cortinas, entré en la tabernucha y una bailarina, con el rostro semivelado -o semidescubierto si son ustedes de los optimistas-, danzaba entre las mesas haciendo peligrar en algún que otro momento los vasos que a veces parecían pegados a ellas. Los parroquianos parecían extasiados antes el movimiento de sus caderas y las zancadas de sus largas piernas. Había un denso humo y desde luego no era el lugar para sustituir a un balneario salvo que sean ustedes -y a veces pienso que lo son- una lata de conserva.
Un olor dulzón acarició mis fosas nasales como se acaricia un canario en una jaula. Encontré una mesa vacía y me senté allí. En tan «sólo» media hora hasta que vino un camarero cetrino y con un rojo turbante incrustado hasta las orejas a preguntar qué deseaba tomar. Le pedí una botella de ron y dos vasos diciéndole que esperaba a alguien. No sé si me entendió pero sí trajo el ron. No esperaba a nadie pero es un viejo truco que aprendí hace tiempo. En este tipo de lugares los vasos suelen estar sucios y pidiendo dos puedo elegir el que me parezca más limpio. Bueno, ya, es una tontería pero cada uno tiene sus manías y yo tengo el mismo derecho que los demás a tenerlas, se supone que pago mis impuestos. Por otra parte aunque uno empiece la noche en soledad no significa que deba terminarla del mismo modo, nunca se sabe qué puede ocurrir, y uno es débil ante los encantos de la carne del sexo opuesto.
En una mesa cercana dos sargentos británicos bebían alborozados mientras se prometían amistad eterna, amistad real, compartir sus alegrías y sus penas y no sé cuántas cosas más. Yo pensé que estaban libres esa noche y que ese era el motivo de su celebración. Se abrazaron y volvieron a beber, a juzgar por el colorido de sus narices llevaban ya más de una copa, o eso o habían estado más tiempo al sol que una lagartija. En una mesa del fondo, casi en la penumbra, había otro occidental bebiendo algo que me pareció cerveza pero sin espuma. Tenía una somera barba que más bien parecía un reguero de hormigas y sus gafas reflejaban la escasa luz de lugar.
Un pandí de la mesa contigua exclamó algo que no entendí, se levantó con el rostro sonriente, por el alcohol, sin duda, y se dirigió hacia la bailarina. La patada en la entrepierna que ella le propinó acabo con su sonrisa y la trocó en unos mofletes inflados mientras su rostro adquiría un artístico tono rojo subido. A juzgar por la patada no fue lo único que se le subió al hindú en cuestión. Unos shiks que estaban en la mesa de detrás se rieron a carcajadas y el amigo del pandí les lanzó una jarra a la cabeza. Eso sí fue la chispa que encendió la hoguera, que habría dicho Nerón de estar ahí.
En tan sólo dos minutos se pasó de la música dulzona y la tranquilidad del lugar a una de las peores peleas que he visto en los últimos tiempos. Pareció que se hacían dos bandos -aún no estoy seguro como fue- y que oriente le había declarado la guerra a occidente en aquel reducto oscuro de Calcuta. Y eso que nada teníamos que ver nosotros -excepto a la bailarina, claro-. Sus odios se truncaron en fraternidad y sus razones en razones de peso contra nosotros.
Los dos sargentos, espalda contra espalda, repartían mamporros a diestro y siniestro sin perder por eso -más bien al contrario- la rojez de sus respectivas narices. El personaje de barba escasa se había levantado, acuciado por un shik, y con un bastón, que yo no había advertido hasta ese momento, mantenía a raya a todo el que se acercaba. Me fijé que una especie de clérigo, también occidental y de sobrio rostro, se arremangaba su sotana (¿qué rayos estaría haciendo allí?) y repartía bofetadas como si fueran cartas en una partida de póquer, comodines incluidos.
Mi sorpresa fue en aumento cuando del fondo del local salió una mujer con pantalones ceñidos, botas de cuero y enarbolando un largo látigo. A cada «sssssssshhhzzz» que éste dejaba oír algún hindú se llevaba la mano a la oreja en un vano gesto de encontrar lo que ya no estaba allí. Parecía que hubiera iniciado una colección de pabellones auditivos y que ahora sólo debía preparar lo que luego sería la recogida. ¡Bonita recolección y yo que siempre me quejé de los coleccionistas de lepidópteros!. Seguro que luego las clavaba en un corcho y las enseñaba a las amistades con una sonrisa de satisfacción en su boca.
Sin comerlo ni beberlo -no había tenido tiempo ni de echarme mi trago al coleto- me vi enfrascado en aquel extraño divertimento. Un gigantesco hindú que debía ser descendiente de King Kong aunque más peludo, más grande, más feo y con peor humor, se abalanzó sobre mí con sus dos brazos extendidos. Si me admiraba y pretendía abrazarme no era aquel el lugar ni el momento para hacerlo así que esquivé su gesto al tiempo que le propinaba un golpe en los riñones, «sssssssshhhzzz» , oí cerca de mí y temí por mi oreja -es cierto que tengo dos pero siempre se han llevado muy bien entre ellas y de seguro que la una echaría de menos a la otra-. Me giré y pude ver que otro indígena, a traición, pretendía hacerse un collar con mis dientes sin haberme pedido permiso para ello. La dama del látigo lo había evitado. No me dio tiempo a agradecérselo porque los pitidos que se oían en el exterior correspondía, como ya sabía de otras veces, a la policía local. ¡Rayos, ya era hora! -me dije para mí mismo mientras me tocaba un chichón resultado de la juerga nocturna del momento y de una botella que alguien había estrellado en mi cabeza. También llevaba algún que otro golpe que al día siguiente se convertirían -según la ley de Darwin- en unos poco elegantes moretones que no harían juego con mis brillantes botines. Que quede entre nosotros y el océano Índico pero no es esa la idea que suelo tener yo de lo que es una buena juerga nocturna.
Media hora después el espectáculo había terminado y la decoración de local también. Apenas una silla se mantenía en pie y era gracias a que se apoyaba en una mesa a la que sólo le quedaban tres patas. Tras largas explicaciones al cuerpo de policía -el cuerpo de la bailarina estaba mejor, lo puedo asegurar, pero no lo habían diseñado para estos menesteres- por parte de los sargentos británicos y unas palabras susurradas por el hombre de la barba de hormigas sólo los occidentales habíamos quedado en aquella taberna. Hay que reconocer que donde esté una buena influencia que se quite la mejor de sus razones.
Nos miramos unos a otros: había llegado el momento de las presentaciones me temí y así fue.