“Cuento la historia tal y como yo la viví. Cuando no estuve presente en los hechos los rehíce gracias a los testimonios posteriores al caso. A veces dudo de que toda la verdad saliera a flote pero para la mayoría de los mortales bastó este relato tal y como quedó establecido. Yo no soy quien para alterar las creencias ni para doblar sábanas en una lavandería.
Tampoco podría ganarme la vida como sexador de pollos, nací para ser investigador privado y me ayudó mucho que me echaran de aquel consultorio dental donde ejercí como ayudante de odontólogo. Reconozco que confundir un premolar con un tímpano no fue una de mis mejores hazañas pero he visto cosas peores. Y no me refiero a las series de televisión de hoy en día, ni siquiera a las del día de ayer, o de anteayer, o las del día antes de anteayer o incluso a… bueno, creo que ya me entienden.”
CAPÍTULO I (impuestos incluidos)
Las aves levantaron el vuelo bruscamente, aquellas sirenas las habían asustado. La calma habitual y la tranquilidad del día a día habían huido por la puerta trasera (si es que alguien sabía dónde estaba la dichosa puerta). Dos coches patrulla camuflados, dónde sólo ponía «Policía» en las puertas, el techo, la parte trasera y el capó y lucían unas hermosas luces de color azul que dejarían ciego a un murciélago, pararon motores al llegar a la entrada del fastuoso recinto.
La noche había aparecido a su hora habitual y las estrellas jugueteaban a brillar. Habrían podido jugar al billar pero ya saben que las estrellas no tienen manos. Salvo las de Hollywood, pero es un poco pronto para eso. Además para el billar se utilizan tacos y estamos en horario infantil. Si pretenden colgar un cuadro también necesitarán tacos pero pueden olvidarse de la mesa de billar. Y si tienen hambre siempre podrán pedir unos tacos mexicanos para cenar mientras miran las estrellas. Las de Hollywood no, las otras. O también.
El teniente Humphrey Digan, conocido como «digan lo que digan los demás” en sus círculos amistosos, por abreviar, abrió la puerta de su automóvil y se dirigió a la entrada a echar un vistazo. Unas altas verjas, de hierro macizo, la bloqueaban e impedían el paso a desconocidos y vendedores de alfombras y cursos de ventas por Internet. Se palpó el bolsillo derecho trasero de su trasero y notó que aún estaba ahí su cartera. Aquellos barrios eran extraños y nadie podía fiarse. Se acercó al portero automático y leyó las instrucciones con los ojos entrecerrados (entre cerrados y abiertos, vaya). Se había dejado las gafas pero aunque con esfuerzo aún podía leer sin necesidad de palpar. Leyó en voz alta:
- Dar unas palmaditas para avisar de su llegada
- Ser bueno y amar al prójimo
- No se admiten la entrada de instrumentos musicales, sobre todo arpas, aquí tenemos nuestra tienda propia y sólo se admiten las que estén homologadas
El teniente Digan se fijó en la marca del dispositivo: «San Pedro LTD.» Una marca conocida y de renombre. Recordó que la central estaba en Roma, o por ahí cerca. Buscó el botoncito para llamar pero no había ninguno. Se rasco el mentón, la nariz, una oreja y volvió a palpar el bolsillo trasero de su trasero. Todo seguía ahí.
El sargento Jean Disoluto, de origen belga por parte de madre, bajó también del coche. Estaba harto de esperar en la puerta y tenía cierta necesidad de cambiar el agua al canario (lo sé, no es una frase muy afortunada y, además, bastante vieja, obsoleta y anticuada, pero también son viejas las tabernas y todos siguen yendo por ahí). Se acercó hasta el teniente Digan y le dijo –a Digan–:
– Teniente, yo… tengo una cierta necesidad.
– Lo entiendo, Disoluto, pero no va a haber subidas de sueldo este año. Las cosas están complicadas y…
– No, no, no, ya lo sé. No se trata de eso, al menos en este momento. Es algo más… urgente.
– ¿Ha llegado un telegrama?
– ¡No, mi teniente! –respondió con ganas. Con ganas de responder no, de… «lo otro».
– Ah, ya, comprendo. Esa vejiga rebelde que heredó de su abuelo.
Jean Disoluto sonrió forzadamente e improvisó un pequeño aplauso, a modo de escarnio, mofa y befa (que se note que era muy leído), para reforzar su frase. Eso hizo que, de repente, los porticones se abrieran de par en par e incluso de impar e impar (es que eran muy grandes). Los dos policías, también conocidos como «los maderos», giraron sus cabezas –cada uno la suya– en esa dirección. Una luz de neón se iluminó automáticamente. En ella podía leerse claramente –nunca mejor dicho–: «Bienvenidos al Paraíso» en unas letras ígneas que debían costar un pastón en la factura de la electricidad.
Digan volvió a girar su cabeza hacia el sargento pero éste estaba ocupado en un árbol cercano. No era forofo de los bosques pero sí estaba cumpliendo una misión corporal. No del cuerpo de policía pero sí de su cuerpo terrenal. Sacudió el fin de la obra y suspiró con satisfacción mientras se acercaba a su mando superior. Se fijó y, ya más tranquilo físicamente, exclamó:
– ¡Entremos! Es la oportunidad, teniente.
El teniente lo miró con cara de no haber pagado las últimas rondas de la taberna pero accedió. Accedió a entrar y accedió al terreno vallado. El resto del cuerpo –de policía, no de los agentes que ya estaban en la puerta– salieron de los coches y, con mala cara y pocas ganas, se pusieron en la fila mientras ajustaban su uniforme azul cobalto. Era de noche –ya lo había dicho pero no me hacen caso– y todos tenían ganas de regresar y volver a cenar dos o tres veces más antes de regresar a sus hogares y poder desayunar.
La noche se había acercado como una serpiente a un gorrión. La luna asomaba el morro y… huy, que la luna no tiene morro. Bueno, rectifico, la luna se elevaba sobre el mismo horizonte donde el sol se preparaba para echar su siesta nocturna. (¿Mejor, no?). Los pajarillos cantaban, las nubes se elevaban. Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva. El cielo empezaba a enladrillarse y no había desenladrillador por la zona, ni siquiera uno de urgencias.