CAPÍTULO I I
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Todo el cuerpo del teniente Humphrey, todo el cuerpo del sargento y todo el cuerpo de policía entraron en la zona. Aquello parecía un vergel, había un montón –o sea muchos– árboles frutales. Albaricoques, naranjos, mandarinos, cerezos. Las tomateras pululaban, las patatas salían a bailar tangos, las calabazas pujaban por convertirse en carrozas y los almendros querían cantar zarzuela. Las acelgas estaban verdes de envidia y las uvas ansiaban convertirse en vino. Aquello era El Paraíso –por si no lo habían notado.
Un león pasó cerca y sonrió antes de ir a peinarse para su escena. Un leopardo llamado Leopoldo corrió en dirección opuesta a la puesta y la puesta de huevos de tres gallinas quedó pospuesta para después de la puesta.
Disoluto se arrancó un pelo que sobresalía de su nariz y dijo:
– Teniente… ¿Está seguro de que es aquí?
– Claro que es aquí, sargento, lo ponía en la entrada. ¿No sabe leer?
Habrían empezado una discusión si no hubiera habido una aparición (y rima). Un fogonazo blanquecino, una pequeña nube de humo –blanquecino también–, varias plumas flotando (adivinen el color) y una celestial música de arpa (homologada) mientras una esbelta figura surgió de la nada. Rizos rubios, ojos azules, bótox en las mejillas y los labios… Sandalias de última moda y una larga espada que parecía refulgir en la oscuridad. China aún no había nacido así que aquello debía ser de fabricación propia y artesanal.
Hizo un fastuoso gesto con los brazos y habló:
– ¿Quiénes sois, qué queréis, cómo habéis llegado aquí, quién os ha dejado entrar? ¿Estudiáis o trabajáis?, ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos? ¿Será un pájaro, será un avión? ¿A qué huelen las nubes?
Se oyó un extraño zumbido entre frase y frase. Lo habitual. El sargento esperaba oír el resto del mensaje: “al oír la señal deje lo que quiera decir y le llamaremos en breve”. Pero no fue así porque el teniente, tras comprobar que el bolsillo trasero de su trasero seguía en su lugar, dijo:
– Soy el teniente Humphrey Digan y esto de aquí es el sargento Disoluto, Jean Disoluto.
– ¿Esto? Querrá decir este –dijo el blanquecino ser observando detenidamente al sargento.
– No, no, no. El este está por allá –señaló en dirección contraria a su bolsillo trasero y al oeste geográfico–. Pero soy yo quien hace las preguntas. ¿Quién es usted?
– Me llamo Ángel, Miguel Ángel, el primero de mi nombre, pero mis amigos me llaman Mike. Soy un ángel, un arcángel para ser exactos, y cuido de El Paraíso. Sabía que vendrían desde el momento en que les llamé, pero no creí que fueran tan rápidos. Sólo hace diez horas de la llamada.
– Bueno, esto está un poco alejado –se defendió Disoluto.
– Sin duda, lo sé, lo sé. Pero es que está recién cread… construido y no ha habido tiempo de diseñar las carreteras adecuadas. Estamos en ello, de hecho ya íbamos a crearl… a empezarlas pero llevábamos seis días currando sin parar y tenemos derecho a un descanso. Lo dicen los del sindicato. Y esos…
– Muy bien, muy bien, señor Mike, pero necesitaré su documentación y su contraseña de acceso al banco Ambrosiano. Ah, y su número de cuenta.
– ¿Eh? –contestó el blancucho aleteando sin cesar.
– Bueno, no sé. Pero a mí me han llamado para que resuelva un misterio y yo no veo misterios por aquí. ¿Qué ha ocurrido?
De repente se abrieron las nubes –las dos que había encima del porticón– y una voz atronadora se dejó oír entre ellas. Dio la impresión de que se abrió paso a codazos pero no era un bar un viernes por la noche. O al menos no lo parecía, de momento. La voz, la atronadora, que es que no están atentos a lo que escribo, dijo:
– ¡Hágase la luz!
Y la iluminación del jardín se puso a hacer su trabajo. Sin duda las luciérnagas pedirían aumento de sueldo aquel mes porque aquello parecía una fiesta clandestina en mitad de una pandemia. Un saltamontes cercano gruñó y se puso las gafas de sol.
– Soy el teniente Humphrey Digan –se presentó–. Nos han llamado para un caso urgente y aquí estamos. Usted es el señor…
– Sí, el Señor –contestó asomándose entre las nubes de nuevo mientras mesaba su blanca barba y pulsaba dos botones del mando a distancia.
– No, pregunto que cómo se llama. Que cuál es su nombre.
– Ah, sí. Pues eso, El Señor. Algunos me llaman Yaveh, otros Dios a secas. Depende. Aunque el que más me gusta es El Creador. Suena bien, tiene buen marketing y es fácil de promover –hizo una seña a unas cabezas con alas que revoloteaban por allí y habló: – Querubines, anotad eso y comprobar que el dominio esté libre.
El sargento Disoluto puso cara de no saber la hora que era. De hecho no la sabía. El resto del cuerpo, de policía, no del sargento, también miraron su reloj. El teniente gruñó un poco y puso orden en el gallinero, todas las ponedoras pusieron y el gallo se fue a hacer gárgaras para preparar el amanecer. Mike se arrancó un par de plumas y se puso a escribir una nota. Al Creador no le hizo gracia y de ahí el problema con la Gracia Divina. Se atusó los frondosos bigotes y bramó:
– Sí, es cierto. Les hemos llamado. Tenemos un problema por aquí. ¿Necesitan muchos detalles? No me gustan los periodistas –dejó de no sonreír para pasar a una cara malhumorada.
– Pues sí, claro, todos los posibles. Incluso los recibos del parking, si los tiene.
El de la barba blanca hizo como que no había oído lo de los recibos. Tosió un poco y se dejó llevar por la inspiración mientras hurgaba en sus recuerdos:
– Bien, pues les cuento los hechos: “Tercera carta a los corintios…”
– Oiga, perdone, una cosa son detalles de lo sucedido y otra muy distinta que nos condimente los textos. Esto es una investigación, no unos juegos florales. Vamos a los hechos, por favor.
– Pues en eso estaba, en los Hechos, pero… De acuerdo, vale, sí, de acuerdo, resumo.
Miró hacia el horizonte, con la mirada perdida de nuevo, buscando recuerdos en aquel inmenso tiempo que no hacía ni una semana que había creado. Carraspeó y continuó sin ni siquiera beber un traguito de agua. Pasaría mucho tiempo hasta que alguien fuera capaz de convertir el agua en vino. Me refiero a ciertos bares donde hasta los sulfitos salen huyendo despavoridos con esos mejunjes que denominan “añejos”. Como decía, explicó lo sucedido:
– Bien, el problema es que Varona, Eva para los amigos, ha desaparecido. No hay testigos, ni siquiera los de Jehová. Nadie sabe nada. Nadie ha visto nada. Se ha disipado, esfumado, desaparecido, volatizado.
– Vale, lo pillo. ¿Dónde fue vista por última vez?
– Pues… por lo visto allí –señaló un manzano que estaba vallado.
– Hum…– susurró Digan.
– ¿Perdón? – preguntó El Creador.
– Ah, el famoso Perdón Divino –exclamó el sargento Disoluto, entusiasmado, que no se había perdido ni una frase.
La situación se puso tensa pero Mike estornudó y rompió el dramático momento. Siempre le habían dicho que rascarse la nariz con la pluma no era adecuado y que, además, producía cierto cosquilleo. Pero él (o ella, vaya usted a saber) era un tanto rebelde. Se rascó la espalda con su espada flamígera y alzó la barbilla en un gesto despectivo mientras un olor a chamusquina de alas hacía acto de presencia.
Sin mediar palabra ni pedir permiso Digan se dirigió hacia la zona vallada dando largas zancadas y mesándose un rebelde mechón de cabello.
– Vaya, vaya, con la valla –exclamó el cabo Disoluto para hacerse notar. Se fijó en que no parecía forzada. Tampoco habría sido necesario, su altura no sobrepasaba los treinta centímetros. Un cartel medio caído decía a quien quisiera leerlo: “Cuidado con el perro”.
El teniente se agachó para humear. Sí, para humear, era adicto al tabaco y necesitaba una o dos caladas antes de proseguir la investigación. Una vez humeado empezó a husmear (ahora sí). Se fijó en una manzana mordida que había en el suelo. Junto a ella unas extrañas huellas que no eran digitales ni pisadas. Arrugó la nariz cuando noto un cierto olor a azufre en el ambiente. Se irguió y miró todo el escenario. Encontró varias hojas de parra en el suelo, sacó un bolígrafo de su bolsillo (el trasero del trasero no, ahí lleva su cartera) y las removió con sumo cuidado. Las hojas no se quejaron y eso hizo que el teniente dijera:
– Me temo que estas hojas están difuntas. Muertas, son las hojas muertas.
– ¡Me gusta mucho esa canción! – dijo Akira Yosemasita, el cabo–. La escucho cada noche antes de la hora del harakiri.
– No, no. No es eso, Akira. Me refiero a que alguien las ha dejado aquí tras haberlas arrancado de la parra. Deduzco que no eran de su talla. O quizás no eran importantes en ese momento. La moda es la monda.
Nadie aplaudió la frase pero es que la mitad no la entendieron y la otra mitad tenía el sentido del humor de un berberecho hervido.
Se hizo un silencio o dos. Todos se miraron entre sí, entre do, entre re y hasta en la bemol. Akira empezó a silbar, para romper la tensión y el viento empezó a silbar también aunque desafinando. Louis, el becario, pidió un Martini doble, con sólo un cubito de hielo.
– Bien, bien, bien. Ya veo alguna pista –dijo el teniente mientras volvía de unos metros más allá–. Veo pisadas de pies, dos pares de pares, para ser exactos. Unos son de talla mayor que los otros, ergo aquí han estado dos personas. Uno de ellos era más bajito o quizás era una mujer. El otro, el mayor, llevaba unos extraños calcetines hechos de barro.
Todos se miraron los pies. Aquello sonaba extraño pero todo era raro en aquel lugar. A un chasquido de Jean Disoluto, tras una mirada de Digan, acordonaron la zona y la llenaron de señales clavadas en la tierra y envolvieron la zona con una banda amarilla plastificada donde decía claramente: “Zona del delito: no pisar ni pasar”. Quisieron añadir un cartel más con la prohibición de fumar pero les pareció excesivo por el momento. Akira sacó su cajetilla de Camel, aprovechado la ocasión, y se encendió un cigarrillo. Una voz atronadora se oyó entre las nubes:
–Más fácil es que entre un Camel en el Reino de los Cielos a que lo haga un rico. Anda, Akira, pásame un “piti”.
Siglos después alguien utilizaría esa frase aunque no en su totalidad. Distorsionamiento histórico, dirían algunos. Licencia poética, añadirían los más versados. Vaya mierda, contestaría aquel señor de marrón del fondo del pasillo que siempre está a la que salta y no para de quejarse.