Una aventura terrible que pondría los pelos de punta al mismísimo Sherlock Holmes o le habría inducido a dejar de fumar. No olviden sus pastillas para el corazón.

Capítulo III
Calcuta es el centro de reunión

Ajá. Si hay algo que me asuste más que un pasadizo en semioscuridad es un pasadizo en oscuridad completa. De entre las posibles salidas que había en aquel templo habíamos elegido la más oculta, la más tenebrosa, la más inaccesible, la mas… angosta, rayos, había que ir encorvados y despellejándonos las rodillas a cada paso. Yo hubiera preferido tener delante mío el trasero de alguna de las damas pero en lugar de eso me vi siguiendo el pandero del monsignore. Ya sé que al llevar sotana uno puede hacerse ilusiones y engañar la mente pero lamento mucho no ser tan imaginativo en tales circunstancias. El sargento Ascanio abría la marcha, si es que puede llamarse así a aquel peculiar desfile, y Clarin la cerraba mientras no dejaba de soltar tacos y palabrotas que habrían hecho palidecer a un senegalés tostado por el sol.

Las damas parecían estar acostumbradas a semejante lenguaje o no estar atentas a él. Llevábamos ya una buena media hora -lo de buena es licencia poética porque no tenía nada de agradable- cuando una exclamación del primero nos hizo saber que había dado con algo que no era un puesto de castañas. Así era, una especie de puerta de madera muy vieja se encontraba a la derecha de Ascanio Smith y éste la empujaba, la pateaba, la golpeaba y de vez en cuando la insultaba. No sé a ciencia cierta cuál fue el medio más adecuado pero lo cierto es que cedió en uno de sus empujones. Como en aquel momento todos estábamos aportando nuestro granito de arena al empujón, nos vimos impulsados unos por otros y caímos por ella como debió caer Alicia por el agujero de la madriguera del conejo. Habíamos conseguido salir del pasadizo pero no del templo por lo que allí pudimos ver. Una estancia enorme y de muy alto techo nos dio cobijo a todos. Sus paredes húmedas y mugrientas no tenían nada de acogedor aunque ya sé, no hace falta que me lo recuerden, que no estábamos allí de visita turística.

– Bueno, algo es algo -susurró Ascanio sin mirar a nadie.

– ¡Y una porra! -gritó Clarin con el humor de un bulldog a dieta.

– Alabados sean los Cielos -dijo el monsignore aunque no sin añadir: ¡Diablos!

– Por el santo Mocho -se oyó a mis espaldas.

– ¿Pero es que esto no tiene fin? -nos preguntó Swing como si supiéramos más que ella y se lo mantuviéramos oculto para hacerla rabiar.

Alinaa se quejó por haberse roto una uña y Romy examinaba las paredes con atención. Tras toquetearlas unos segundos dijo:

– Hay humedad, debe haber filtraciones. Parece ser un lugar subterráneo así que deberíamos mirar hacia arriba y… mirad, aquello parece una posible salida de este sitio, se filtra algo de luz.

– Muy bien, muy bien -dije yo- lástima que esté a cuatro metros de altura y no nos hayamos traído una escalera en el bolsillo. Acaso si fuéramos de un circo podríamos…

No me dio tiempo a terminar, los dos sargentos se habían encaramado ya el uno encima del otro y esperaban que Paci culminara la torre humana. Así se hizo y Swing -no sé porqué le toco a ella- se encaramó hasta arriba del todo y desapareció por el agujero. Unos instantes después una liana colgaba desde esa boca de los cielos y la capitana de goleta nos instaba a subir asegurándonos que había sido fuertemente atada. Yo no he sido nunca muy ducho en esto de escalar cuerdas pero aquel día me lucí. Fui el último en subir pero lo hice como si fuera habitual en mí dedicar un rato cada mañana a ese extraño deporte. Una vez fuera nos vimos en algo que a mí me pareció una jungla, una pequeña cascada hacía el ruido que se espera de ella mientras los pájaros hacían más ruido que una carrera de trotones en un empedrado de Londres. Estupendo, ya sólo me faltaba pillar las fiebres amarillas, rojas, rosas, verdes o del color que estuviera de moda por esos parajes en ese momento.

– Esto no es ninguna jungla -dijo de repente el personaje que yo aún no conocía pero que habían llamado Orel- esto es un parque, El Maidan. Seguimos en el centro de Calcuta. Si no me equivoco la salida debe estar por allí -señaló hacia un enorme árbol- , hacia el sur, así que en unos instantes estaremos ante una buena taza de té.

Y se equivocó por lo que tuvimos que andar aún una hora y media más que a mí me pareció que lo hacíamos en círculo. Al final alcanzamos la civilización si es que a aquella ciudad podía llamársele así. Nuestro aspecto habría hecho que nos detuvieran en Londres pero Calcuta es más permisiva por suerte para nosotros. Swing propuso que fuéramos a su goleta -llamada The Swing, como no- o la de Orel. Éste confesó que había tenido que venderla hacía una semana para evitar que le afeitaran la barba por debajo de la nuez de Adán; cosas del juego, según explicó sin dar más detalles pero que todos comprendimos. Bien, la goleta de Swing parecía tan buen lugar como otro cualquiera, había que salir de allí cuanto antes y como fuera.

Era casi de noche y aún quedaban muchas cosas por explicar, que yo me hubiera puesto Smith de apellido tenía un pase pero que todos los demás hubieran hecho lo mismo requería una excusa. También había que saber qué teníamos todos en común y de qué manera se había arreglado el Destino -o quien diantre maneje los hilos- para reunirnos en tan peculiar lugar. Había más cosas oscuras pero yo no tenía ya muchas ganas de pensar, estaba agotado y necesitaba un cigarro y un buen whisky que echarme al coleto, después un sueño reparador habría completado mis ejercicios gimnásticos de ese día.

Había que ir hasta Puerto Diamante, en la desembocadura del río Hooghly. Ustedes estarán pensando, o eso espero al menos, que el hotel estaría más cerca y acertarán. También se dirán para sus adentros -y los de su vecina si ésta vale la pena- en que lo lógico era acudir a la policía. Y usted, señor bajito pero avispado, elegiría ir a las estación, coger un tren y poner cientos de kilómetros de por medio. Sí, estoy de acuerdo que esas soluciones son más adecuadas pero es que ustedes no saben aún con quién están hablando. Allí había muchas cosas extrañas que resolver y parecía que aunque nadie quería revelar sus secretos. Todos ansiaban descubrir los de los demás. No acudimos a ningún hotel porque temíamos que el Calvo conociera nuestros paraderos y, por otra parte, decidimos permanecer juntos hasta aclarar aquel embrollo. Era demasiada casualidad que todos hubiéramos llegado a aquella situación. Algo teníamos en común además del supuesto apellido inicial. La policía poco podría hacer puesto que no teníamos pruebas y en cuanto a huir… sí, eso era lo mejor, como mínimo apartarse de ese lugar y llegar a algún sitio más seguro -si es que existe un sitio seguro en esa parte del mundo-. Al final Swing propuso de nuevo ir a su goleta. Era un riesgo porque el Calvo podría conocer también aquel paradero pero si estábamos sobre aviso y todos juntos el peligro sería menor. O eso suponíamos.

Caminamos por Calcuta como lo hacen los tiernos infantes en una excursión de los escolapios, casi cogidos de la mano y temerosos de todo lo que nos rodeaba. No me pregunten cómo llegamos al final a aquel puerto porque parece que mis recuerdos hayan decidido hacer una huelga de neuronas caídas. Sólo recuerdo calles y calles y calles y más calles. Largas caminatas entre vendedores ambulantes, mendigos, pedigüeños, niños, viejos desdentados, más niños y más mendigos. Humedad y oscuridad incluso a la luz del día -sin duda eso fue al meternos entre aquellas callejuelas que recuerdan un laberinto-. Lo único que puedo recordar con una claridad que daría envidia a un vidente es que me dolían los pies. Andar no se cuenta entre mis deportes preferidos y si es huyendo de alguien que quiere poner mis delicadas entrañas al sol aún menos. Sólo recuerdo el griterío y los cientos de olores que me invadieron a lo largo de aquel camino, de especias, de dulces, de vegetación. Los demás parecían estar en un estado similar al mío. Miradas entre nosotros, dudas y miedos, risas histéricas a veces -hay que ver lo contagiosas que son- y poco más.

No sé, lo puedo asegurar, en que momento llegué a la goleta. Sí tengo imágenes de aquella embarcación amarrada al puerto y del fuerte olor a pescado que allí sentí pero poco más. Una mole de madera y tela recogida en los mástiles nos saludo y casi sentí la agradable sensación de regreso al hogar. Si Dickens hubiera estado allí habría escrito una novela solamente con esas sensaciones pero como yo no soy el viejo Charles me limitaré a contarles que todos suspiramos aliviados al subir a bordo. Sin duda nos buscarían allí también pero teníamos algo de tiempo e íbamos a aprovecharlo.

Bajamos al comedor de la Goleta, cada uno se aposentó en el lugar que le pareció más cómodo y dejó -o intentó dejar- vagar sus pensamientos en diferentes direcciones. Alguno hasta osó quitarse los zapatos y dejar que sus pies dieran ideas y soluciones a la extraña situación en que, de repente, nos habíamos encontrado. Yo, que seguí de pie, decidí que era momento de dejar algunas cosas claras, si Lafia, su seguro servidor, huele algo raro pueden apostar un camello contra una aguja a que algo extraño ocurre. Y no me refiero al hecho de que algunos se hubieran descalzado, que también.