Historia de Arameo, Prudencia y Gil
que de ocurrir en otro tiempo
se habría oído el lamento
y se los hubiera llevado la Guardia Civil.
Publicado por primera vez el 16 de mayo de 2004
El conde entró en el salón,
y fue tropezando y gruñendo,
hasta que dijo, casi rugiendo,
y enfadado como un león:
¿Quien me ha hecho esto?
¿Quien ha sido el desgraciado?
Voto a bríos que si lo pillo
lo dejo como un «bacalado»
Su flamante yelmo señalaba
pues su precioso penacho,
le habían groseramente rebanado,
y encima, quedaba algo de rebaba.
¡Mi nueva armadura!, ¡la de guerrear!
la que cuidaba con tanto esmero,
ahora que no tengo plumero,
un casco nuevo me tendré que comprar.
Y recordando que pronto habría un torneo
salió del castillo corriendo, a toda prisa,
y un criado, pensó, sin contener la risa;
¿y a mi que me explica éste don Arameo?
El conde vino derrengado
de regresó de casa del armero,
donde a cambio de poco dinero,
un morrión le habían entregado.
Era un casco un poco raro,
pero seguro que de los buenos
pues a pesar de sus cuernos
se veía que lo habían usado.
Probose el yelmo el conde
y viose delante de un espejo
y aunque de color bermejo
pensó que le serviría,
quizás era atrevido, pero caramba,
que un día es un día.
Adecuado es ese atuendo,
– dijo un criado que pasaba -,
me recordáis a don Mendo,
aquel quien su mujer engañaba.
Frunció el conde el entrecejo
pues, de lo que él mismo pensaba,
eso era un borrador, un bosquejo,
y la verdad, no le entusiasmaba
Sospechaba el conde alguna cosa vana,
conocía bien a su esposa Prudencia.
Era bella, graciosa y de larga inteligencia
y algo, bastante, demasiado quizás, casquivana.
Al día siguiente se corrió el relato
de los cuernos que el conde lucía,
pues hasta en el mercado se sabía,
que su esposa se había «distraído» un rato.
Mezcolanza de verdad y leyenda.
Eso son los cuentos, los rumores,
que se explican con ardores,
y al final no hay quien comprenda.
Llegó, por fin, el esperado día,
el momento del gran torneo,
aquel en que don Arameo,
su armadura nueva luciría.
Sonaron los clarines,
bramaron las cornetas,
y un guante de hierro,
tocó al conde en plena jeta
Hete aquí la burlona coincidencia,
que tocó en lance al cornudo conde,
aquel del que no sabía ni su nombre,
¡y era el amante de doña Prudencia.!
Enzarzáronse los dos rivales,
con la sangre caliente,
con el animo valiente,
con los ojos como puñales.
Don Gil, de un tajo de rápida espada,
al conde que estimamos «el bueno»:
pardiez, que le seccionó un cuerno,
y le sajó una pierna de una estocada
Y dijo don Gil con un carcajada;
Justo es que yo te los quite,
y sin esperar que nadie me invite,
¡ pues yo te los puse como si nada. !
Otra escotadura en el yelmo
mientras no estaba mirando,
y de nuevo salió rodando,
el último cuerno que quedaba tieso.
Y dijo Arameo:
Pues si mi cornadura cortáis a destajo
para que veáis que soy agradecido,
y para que recordéis lo sucedido,
os mutilaré yo vuestro pingajo.
Estocó Arameo, aunque con trabajo,
un severo pinchazo en un ovoide,
-sí en el que más duele, ese esferoide,
ese que está justo al lado del otro, por allá abajo-
Y doña Prudencia, la adultera esposa,
gritaba, gemía, temía y lloraba.
Por el que la mantenía -con la que era casada-.
Y por aquel que tanto quería,
por el amante, al que adoraba.
Horas estuvieron luchando,
mucho tiempo sin descansar,
porque los dos querían ganar,
a Prudencia, que estaba mirando.
Tiempo sin fin parecióles aquello,
pues largo es el plazo cuando uno lucha,
sin tener cerca ni una mala ducha
y perdiendo poco a poco el resuello.
Con los dos feroces caballeros,
desparramados por el suelo,
terminó aquel horrible duelo,
y si no murieron, fue por los pelos.
Viendo doña Prudencia los resultados,
los dos por el suelo y magullados,
llenos de polvo, sangre, sudor y barro
díjose a sí misma ¡vaya par de guarros!
Fijose doña Prudencia en aquel entonces,
ya no temiendo por ninguna vida,
sintiéndose grandemente aburrida,
en un salón cercano y lleno de hombres.
Pardiez, que guapo es aquel
Y que bello ese otro, ¡Que compostura!
Rayos, ese no, que es el cura.
Pero sí aquel de aquel lado
el del leotardo verde ajustado.
Y viole el del verde leotardo.
Y púsose Prudencia a suspirar.
Y ya mucho antes de llegar,
se había él de ella enamorado.
Don Arameo, desde el suelo
vio la semejante escena
y sintió pena, penita, pena,
por el otro amante y caballero.
¡Ya veis Don Gil, como es la vida!
Bien está el nombre que lleváis
y quizás a mi me cuadre también
pues no se si conmigo o con vos,
ha sido ella aún más infiel.
Y don Gil contestole:
Pues sabed amigo mío
que los dos el gil hemos hecho,
aunque unos por despecho,
y otros por puro amorío.
Y de emoción embargados,
sucios y escarnecidos,
de repente entristecidos,
murieron los dos amistosamente abrazados.
No preguntéis por doña Prudencia,
pues oculta está en algún aposento,
y no daríais con ella, en este momento,
ni con la más diáfana clarividencia.