Crónica de una fuga sin anunciar, a la chita callando

Mi decisión estaba tomada. Aquel día escaparía, ya no podía soportar mas tiempo entre rejas. Mientras pensaba esto, mis manos asían fuertemente los barrotes y mi cabeza intentaba, una vez más, traspasar el hueco que dejaban. Llevaba ya demasiado tiempo allí. No solo era mi falta de libertad lo que me ponía nervioso, era también aquel horrible uniforme. Lo odiaba, me obligaban a llevarlo y eso era otra humillación. También estaba la horrible comida que me obligaban a tragar. Lo que me caía de la boca, era otra vez ingerido, lo recogían con la cuchara y me forzaban a ello. Había conseguido escapar un par de veces. Con dificultad y en un descuido de ellos, me encaramé por los barrotes y salí. Pero siempre me pillaban.

A veces ponían cara de asombro, otras de enfado, pero los resultados eran los mismos, de vuelta a la jaula. Desde aquel lugar, podía ver a un pájaro que tenían cerca mío. Él también estaba enjaulado, su situación era similar a la mía, pero el periquito, comía cuando quería, siempre lo mismo de acuerdo, pero cuando quería y sus ropas eran mucho mas bonitas que las mías. Claro que él no podía quitárselas, pero su colorido era precioso. Él solo había conseguido escaparse una vez, voló y voló, dándose golpes contra las paredes, contra los muebles, contra la lámpara y finalmente contra el cristal de la ventana, para acabar en manos de ellos y de nuevo a la jaula. Teníamos mucho en común aquel pájaro y yo, lástima que no pudiéramos comunicarnos, habríamos planeado juntos la próxima fuga.

Había llegado el momento. Ahora estaban descuidados. Uno de ellos ni siquiera estaba a la vista. Cogí fuerzas y me encaramé. Me di un golpe en la rodilla, pero no dije ni pío (eso lo habría dicho el pájaro, supongo). El silencio era primordial en aquélla desesperada acción. Un esfuerzo más y estaba en lo alto de aquellas rejas. Fue al bajar cuando se estropeó la tan nefasta fuga. Resbalé y caí. Mi cabeza dio contra el suelo y el ruido que hizo llamó la atención. Aquel «plonk» me traicionó. Sentí dolor. Mi desespero era doble, por lo mal que me había salido y por el daño que me había hecho. Me puse a llorar y berrear. Mis lágrimas caían a chorro y se mezclaban con mis babas. Siempre he llorado con la boca excesivamente abierta.

– ¡Pero niño!, ¿otra vez fuera del parque?, ¿te has hecho daño?.

Mi padre siempre me llamaba «niño» cuando se sorprendía o enfadaba conmigo. Yo le hablaba, pero mis palabras le eran incomprensibles. Los adultos se jactan de hablar varios idiomas, pero el primordial, el de los niños, no lo dominan nunca, lo olvidan de cuando ellos eran pequeños y ya está. Me cogió en brazos, me estrujó, me besó y creo que hasta me cantó algo. Me repitió no se cuantas veces que no había sido nada, que no me había hecho daño, me tocó el futuro chichón, me puso agua y me depositó suavemente en mi parque infantil, me puso dentro dos o tres juguetes más – pronto no cabríamos – y se fue a contárselo a mi madre, que estaba en la ducha en ese instante.

Otra fuga fracasada, ¡Dios mío, que ganas tengo de ser mayor y no tener que estar metido en esta jaula como el periquito. Cuando sea mayor, me conectaré a Internet y publicaré la crónica de esta fuga para que todo el mundo lo sepa

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P.D. Que yo recuerde nunca estuve en un parque infantil, este horrible invento privador de libertad para pequeños y donante de lo mismo para mayores, pero si recuerdo haber visto a otros congéneres en el interior de ellos. ¿Los recordáis?

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