Publicado por primera vez el 12 de mayo de 2004
Yo nací un día que era aún pequeño, no el día sino yo. Yo quería nacer de una buena familia, pero en vez de eso, nací en una familia que era buena, muy buena, de corazón. Eso ya me hizo enfadar. Nada más nacer y ya tenía que discutir. Les dije que eso estaba muy bien, pero que yo lo que quería era dinero, pasta, teca, money. Ya sé que en todas partes cuecen habas, pero a ¿quien le interesan las habas?. Las únicas habas que me interesaban eran las Habas Madrinas, esas que conceden deseos Enarqué una ceja para que comprendieran, enarqué las piernas porque me apretaban los pañales, enarqué el arco de mi padre y sin querer maté al periquito. Me supo mal, era una buena flecha y se había roto. Les dije que me iba a buscar fortuna, no tabaco, sino dinero. Quería ser rico, rico, como Sir Arguiñano. Cogí una maleta, la llené de lo indispensable, pellizqué a la criada que pasaba por allí, cogí la puerta y me fui. Enseguida me arrepentí. Volví, puse la puerta en su sitio y me volví a marchar. La criada me miró con ojos tiernos, luego supe que era miope.
Andé una legua y ya estaba cansado, en aquel entonces -ahora tampoco- no sabía distinguir una legua de un bocadillo de atún. Así que me senté a esperar que inventaran los taxis. Pasaron unos cinco años y nadie los inventó, así que me subí a una caravana de gitanos. Lo odiaba, no a los gitanos, sino las caravanas, sobre todo las de los fines de semana, esas largas que se forman para llegar a la playa. No llegué muy lejos, porque acamparon a dos metros de donde yo me había subido, pero algo era algo. Vi como instalaban sus tiendas y yo hice lo mismo. Puse una tienda, una tienda de venta de ordenadores. Les invité a todos a la inauguración. Quedaron encantados, tuve que besarles uno por uno para que no continuaran convertidos en rana. Podrían ser mis primeros clientes…. Creí que aquello sería un gran negocio, pero como no se había inventado la luz aún, nadie me los comparaba. Acertó a pasar por allí un tal Sir GatesBill o algo así que me los compró todos por un ducados (sí, un cigarrillo), pero como yo era muy pequeño y no fumaba aún creo que no hice un buen negocio. Decidí marchar otra vez.
Esta vez llegué a Glarester. Una vez allí, me miré al espejo y vi que con 28 años, llevar chupete no me quedaba muy bien. Entré en una tienda y lo cambié por una pipa. Pasarían unos 10 años antes de que alguien me informara que si no le ponía tabaco y la encendía, eso, no servía para nada. Me sentía mejor. Aquel chupete era de madera, no se había inventado el plástico tampoco y era un poco duro. Me dirigí a palacio. No sabía que iba a hacer allí, pero como todo el mundo lo hace en las historias, no iba yo a cambiar las historias. Entré y pedí audiencia. Me dijeron que aquel día no las concedían, así que me pedí una cerveza. Me contestaron que tampoco, que aún era pequeño. Eso me hizo dudar, así que me quité los pañales y crecí de golpe 4 años. Ya tenía 32, ya podía beber cerveza, pero ya no me apetecía. Estornudé y alguien me dijo:
-Jesús!
Rayos!, miré y no había nadie. Volví a estornudar y otra vez:
-Jesús.
Que insistencia, yo me llamaba Abulafia, no Jesús. Miré y no vi a nadie. Así estuve unas 15 veces más. AL final tenía la nariz como un pimiento, pero la descubrí. Allí estaba. De pié, alta, esbelta. Era una autentica belleza, parecía hecha para mí. Me acerqué y al tomé con una sola mano. La alcé y supe que sería mía para siempre. Micebanda, mi espada, sería ya mía para siempre. Los habitantes de Glarester se alborotaron mucho. Me explicaron que aquel que pudiera hablar con Micebanda, sería el Duque de Glarester para siempre. Eso me gustó mucho. Tanto que decidí crecer otra vez y cumplí 37 años. Me explicaron la historia de Glarester, seguro que era muy interesante, pero yo me dormí, así que no os la puedo explicar por el momento. Al acabar me dijeron que ya podía partir. – ¿a donde? – dije yo – Pues a Camelot, claro. Duque, ya os he explicado la historia. Debéis ir a Camelot y firmar la paz con ellos. No nos gusta estar en guerra con ellos – me contestaron todos los habitantes a la vez. Sí, sí, ¡todos! Eso me asustó un poco. Les miré, me miraron, les volvía a mirar y me volvieron a mirar. Estuvimos así hasta febrero (es decir un mes entero), pero como empezaba a bizquear, decidí ir a Camelot. Otra vez de viaje. Caramba que vida más ajetreada.
Llegué a Camelot, entré en palacio, me senté y esperé. Pasó cerca mío una corona con una reina debajo. Al rato, pasó la misma corona, pero con un rey. Aún pasó otra vez la corona pero con una reina distinta a la primera. No sé que rayos murmuraba de regencias y derrocamientos. Hacía unos gestos extraños, algo así como si fuera una mariposa o una gaviota. Continué sentado. Pasaron por allí los más diversos personajes. Uno que siempre se metía con todo el mundo y que pikaba lo suyo para que le contestaran. Una dama que decía que era un pescadito. Una nube morada con unas gafas y un señor dentro de las gafas. Extraño, aquello era muy extraño. Pasó también unos dos metros de gayumbos y una nariz que asomaba -por cierto, olía a Absolut-. Unas cuantas damas mordedoras, un murmurador de votos de castidad que llevaba un látigo en la mano, una Maga de no sé que mar, un feliz feliz, un ladrón de espadas, un demente simpatiquísimo… En fin. Empezaba a entusiasmarme. Aún desfilaron por allí, varios duendes, unas elfas, unas flores parlantes, un grupo de celtas y… ….¡Un grillo!. Éste no me gustó nada, pero esto es otra historia.
Seguía sentado allí. No sabía como proponer la Paz de Glarester-Camelot (una x en la quiniela de ese domingo). Me levanté. Había decido ir a ver alguna reina de las que por allí corrían, y hay que ver lo que corrían, caían, discutían, reían, etc. Y noté un pinchazo en mi, ejem, trasero. Me giré raudo y veloz, dispuesto a defender aquella parte de mi anatomía que resiste y resistirá siempre al invasor, cuando la vi. Era la costurera de Camelot. Bizqueé, palidecí, tosí, y caí. Caí en la cuenta de la belleza de sus ojos, caí al suelo de la impresión, caí en que mi trasero estaba dolorido y ella con su tierna voz me dijo:
– Pero queréis apartaros, ¿no veis que llevo estos trajes y estas agujas y que pincho?. hay que ver, estos caballeros siempre en medio.
En ese momento supe que yo querría estar siempre en medio de su camino, a su lado mejor.
– Caballero, tenéis la boca abierta – me dijo ella.
– Ya lo sé dulce dama, la he abierto yo – le contesté.
Eso fue el inicio, luego vino una bofetada. Era de una Reina Regente que me aseguró ser la tutora de la costurera. Yo hice lo que todo noble caballero de Glarester ofendido en su orgullo y malherido su aprecio, hubiera hecho; le pedí la mano de la costurera. La reina, que ya no era reina porque la habían derrocado 23 veces mientras hablábamos, me la concedió. Yo firme la paz, firmé las letras de una hipoteca de un castillo cercano a Camelot y por fin, por fin…. …..compré tabaco y me fumé una pipa. Desde aquel día, estoy en Camelot, esperando el momento de mis bodas y esperando que me toque la lotería. Media vida caminando y media vida esperando. Señor, Señor, que vida esta…..
Sir Abulafia, Duque de Glarester y Guardián de la Torre