
CAPÍTULO IV
(Y yo con estos pelos)
Afuera empezó a llover torrencialmente pero sólo durante unos segundos. Luego paró y se volvió a ver el sol en todo su esplendor. Pasó una nube de ranas, tras ella una de tábanos y luego una de saltamontes que desaparecieron en el horizonte.
El teniente observaba por la ventana y pensó: “Ya está Él haciendo pruebas. Un día de estos tendremos un disgusto”.
Se oyeron gritos y Digan salió de su despacho para ver qué pasaba. Un tipo que había sido guapo, podía verse a pesar de su actual forma de vestir y algunos otros detalles, alzaba el puño ante el oficial de guardia y gritaba:
– Oiga, quiero poner una denuncia. Se lo vuelvo a repetir, esto es un abuso.
– Sí, sí, ya estoy en ello pero comprenda que esto es muy irregular. No estoy seguro de poder cumplimentar todos los datos.
– ¿Qué ocurre, oficial? –preguntó el teniente.
– Pues que este… señor…
– Lucifer, me llamo Lucifer. Y me han echado, sin aviso ni preaviso. Primero me querían cambiar de puesto y luego me han echado. Y de malas maneras.
– Caramba, pues lo siento mucho –contestó el teniente sin pestañear– pero es que debería ir al sindicato y allí le informarán. No sé yo si su caso admite denuncia.
– ¿Sindicatos? –volvió a alzar la voz, el puño y una de sus membranosas alas– Pero si no se han inventado aún, oiga. Yo quiero denunciar este atropello. Esto es ilegal.
– Es una tentación lo que propone, pero… lo siento, no es posible.
Tras algún intercambio más de palabras, algunas malsonantes, Luci se marchó. No sin antes amenazarles con las penas del invierno. O del infierno, como lo dijo al dar el portazo no se entendió muy bien. La comisaría recuperó la calma y todos pudieron continuar con su timba de póquer.
Como ya era por la tarde el sol decidió empezar a recoger. Miró hacia el oeste y vio un par de algodonosas nubes que parecían cómodas y mullidas. Se dirigió hacia allí, sin prisa pero sin pausa, como le habían enseñado hacía pocos días que debía hacerse.
Catalina, la luna, empezó a maquillarse, en unas horas debería salir y pasarse la noche trabajando. Como tocaba fase de llena debía tener mucho cuidado en los detalles y estar perfecta. Era el momento más complicado, nunca sabía si tendría cola de enamorados, poetas locos intentando rimar estropajo con amores o algún hombre lobo que no tenía nada de vegano.
Humphrey Digan llamó al sargento Disoluto y le comunicó que quería ir de nuevo al lugar del suceso. Evitó utilizar la palabra crimen porque no había nada todavía que pudiera demostrarse, ni siquiera si la Tierra era redonda. No había mayordomo en el Jardín del Edén, así que no podía enfilar su mirada hacia esa posibilidad. Tampoco era una cuestión de herencias, Eva sólo tenía un par de hojas de parra de moda y un rudimentario peine que utilizaba cuando algún pintor quería dejar constancia de su habilidad para hacer crecer los mejores árboles frutales de la zona. Y, además, no había herederos de momento. Bueno, quizá Adán, pero tenía coartada y no tenía móvil. Era curioso que no hubiera un móvil habiendo una manzana de por medio –miró la bolsita con la manzana mordida, una prueba– y más si ésta lucía un solemne bocado.
Tras un rato de conducción ambos, o sea, los dos, llegaron al lugar de los hechos. Tras los helechos penetraron de nuevo en el manzano ahora acordonado por las bandas plásticas de color amarillo que indicaban que allí no se podía entrar.
– No podemos entrar –dijo el cabo Disoluto.
– ¿Eh?
– Claro, teniente, lo pone aquí. No se puede entrar, es el escenario de un crimen, o de lo que sea, que no quiero cargarme la historia, pero está prohibido el paso.
– Oh, Disoluto. Tienes razón, está prohibido el paso ¡Excepto a los investigadores, tarugo!
– Yo no veo que ponga eso, teniente. Y lo he leído con atención.
Sobraban las palabras como sobran las moscas cuando estás a punto de comer o los calcetines si usas sandalias y no eres japonés. No dijo nada, chasqueó los dedos, la lengua y se adentró en dirección al manzano. Se acuclilló y notó como el pantalón tenía el placer, el honor, el orgullo y la satisfacción de descoserse en su parte más rotunda.
Observó con toda la atención que su sueldo le permitía y llegó a una conclusión: ese mes tampoco podría ahorrar nada. Pero ya que estaba allí y tan cerca del manzano ose fijó de nuevo en las huellas. Esta vez reparó en algo diferente. Enarcó las cejas y musitó algo que nadie habría entendido. Luego apostilló:
– ¿Sabes si aquí, en el Jardín del Edén, en este barrio del Paraíso, existen lagartijas gigantes?
– Pues yo… es que soy de letras.
– Creo que Eva hizo clases de baile con una lagartija gigante. Sólo hay que fijarse en los rastros dejados. Dejados de la mano del Señor, que diría aquel. No estoy seguro del todo pero podría ser un mambo o una cumbia. – Se irguió todo lo alto que era, lo cual no es mucho, y miró alrededor del manzano en busca de la pista perdida. Si hubiera sido un circo podría haber hallado hasta tres pistas pero no era el caso.
El teniente siguió husmeando mientras el sargento hacía algo parecido pero sin el “hus”, culpa de la herencia y su maltrecha vejiga. De repente Digan gritó:
– Aquí, aquí, aquí está una nueva prueba. Hete aquí un tanga de cuero negro que no tiene espacio en este lugar.
– ¿Tan grande es? –preguntó Disoluto.
– No, idiota, es porque no es su lugar.
– Ah, ya. Puedo imaginar donde es su lugar pero…
– ¡Lilith! He aquí la carta que faltaba en la baraja. Esto huele mal.
– Lo siento, teniente, suelo contenerme pero aquí, al aire libre, no sabía yo que pudiera llegar tan lejos –se disculpó.
El teniente hizo lo que mejor sabía hacer: caso omiso a los comentarios de los demás. Hizo un gesto para ajustarse el sombrero pero recordó que no lo llevaba. Se lo había dejado en la camisería. Sí, en la Camisería Lucas, donde solía comprar su vestuario. De eso hacía ya dos semanas así que consideró la hora de volver a ducharse.
Sacó una navaja y recortó, con cuidado, una de las huellas. Sacó una bolsa de su bolsillo, el trasero no, el otro, y tras quitar las migas sobrantes de su almuerzo metió la prueba como pudo. Luego volvieron a la camisería para recoger su sombrero y a comisaría para pedir al forense que analizara la huella. Estaban cerca, muy cerca, de la solución del caso. Si tienes un tanga de cuero y una huella en un trozo de barro es como tener una manual de instrucciones para solucionar misterios.